Normalmente no precisamos
demasiado cuando nos referimos a la felicidad. “Quiero ser feliz” es algo que nos decimos a nosotros mismos sin
detenernos demasiado en el alcance del término.
Vivimos en una sociedad
que parece obligarnos a ser felices; nos bombardean los diarios, las
televisiones, las películas, los religiosos, los políticos… Todo el mundo
quiere “ayudarnos” a que seamos felices. Y el problema reside en que son los
demás los que se empeñan en escoger qué necesitamos nosotros para ser felices:
desde unas determinadas creencias a una determinada marca de sopa.
¿No será que hemos de
elegir según nuestro propio criterio? Parece claro que es así. En efecto, todos
llegamos a un momento en el que nos decimos: “basta de escuchar a los demás. A
partir de ahora, seré yo quien decida sobre lo que es realmente importante para
mi felicidad”.
¿Seguro? Veamos.
Cuando yo era una
niña pequeña acostumbraba a jugar en el jardín de la abuela, bajo una gran mata
de hortensias. Un día en que estaba concentrada en mis cosas, apareció mi
madre, me miró horrorizada, me sacó del escondite a tirones y me llevó medio a
rastras a casa de la vecina, todo ello en medio de alaridos de terror. La
vecina me miró, se puso lívida, se quitó una alpargata… y me atizó en la cabeza
con entusiasmo, subrayando el acto con unos poderosos gritos perfectamente
entonados con los de mi madre.
Después me explicaron que
yo tenía una araña paseándose por mi melena. ¿No hubiera sido más fácil hacer
una presentación normal, del tipo: “Aquí, una araña; aquí, una niña; mucho
gusto”?
No hace falta pensar mucho
para saber cómo he estado yo reaccionando ante una araña, durante años y años.
Naturalmente, yo sentía miedo. Y gritaba y gritaba cada vez que veía una araña,
hasta que acudía alguien a eliminar al pobre animalillo.
Es un caso (bastante
típico, por otra parte) de emoción negativa aprendida. Sin darse cuenta de
ello, mi madre me hizo una magnífica demostración de qué se tenía que sentir
ante la presencia de una araña. Puedo asegurarte que la combinación de gritos,
caras de miedo y alpargatazos es una forma estupenda de grabar a fuego una emoción negativa en
una criatura.
Por aquella época conocí a
una niña que acababa de llegar de los campos castellanos. Aquella niña se
alborozaba cada vez que divisaba nubarrones en el horizonte. Desde muy
pequeñita había presenciado cómo celebraban sus padres la tan deseada lluvia
para los sedientos campos. En este caso, era una emoción positiva, una emoción
positiva aprendida. Pero ella no sentía ningún tipo de emoción ante una araña,
ni yo ante un nubarrón. Es más, cada una de nosotras encontrábamos extrañísimas
las reacciones de la otra.
Mi madre no tenía
inconveniente en que yo jugara con esa niña, pero, en cambio, me había
prohibido terminantemente hablar con Rosa, una gitanilla que correteaba por el
barrio de vez en cuando. Y mi madre debía de tener razón – pensaba yo -, porque
cada vez que alguien llamaba a nuestra puerta ella miraba por la mirilla y, en
tratándose de una persona gitana, no sólo no abría la puerta, sino que la
atrancaba con una pesada silla de madera que estaba por la casa desde tiempos
inmemoriales. Ya se sabe, me recalcaba, los gitanos, cuanto más lejos, mejor;
nunca te fíes de ellos ni les permitas ningún tipo de aproximaciones.
Y yo lo
entendía perfectamente, porque ya se sabe que todo lo que desaparece del pueblo
lo roban los gitanos, e incluso roban niños; me lo habían repetido amigos,
parientes, vecinos y conocidos. Así que yo tenía mucho cuidado en cambiar de
acera y utilizar otras tretas cada vez que encontraba a alguien “así” por la
calle.
La aversión a los gitanos
también la aprendí de pequeña, pero en este caso no se trata de una emoción,
sino de un prejuicio. Un pre-juicio es un juicio previo, es decir, un juicio que
nos hemos formado antes de que ocurran los acontecimientos que hemos de juzgar.
Un prejuicio no es
necesariamente malo, como solemos imaginar. Por ejemplo, el prejuicio de que
una votación ganada por mayoría es buena para tomar decisiones que afectan a
todos los votantes es un buen prejuicio, puesto que facilita la elaboración de
leyes y su cumplimiento sin necesidad de utilizar métodos coercitivos.
En términos generales, podríamos decir que lo
que tienen en común las emociones y los prejuicios es que son aprendidos. Cuando aprendemos una cosa, la interiorizamos y
nos sirve para automatizar nuestras respuestas. Esto es muy positivo, porque
nos ahorra tiempo y energías ante numerosas situaciones.
Imagina que debes pensar
paso por paso todo lo que tienes que hacer por la
mañana para lavarte los
dientes: tienes que coger el dentífrico con la mano no dominante, sujetarlo,
abrir el tapón con la mano dominante, dejar el tapón encima de la repisa, coger
el cepillo con la mano dominante, aplicar el dentífrico al cepillo, cambiar el
cepillo de mano para cerrar el dentífrico y dejarlo en su lugar, volver a coger
el cepillo con la mano dominante, abrir la boca, introducir el cepillo,
apoyarlo contra la dentadura, etc., etc., etc.
Pensarás con toda la razón
del mundo: ¡Qué horror, ni siquiera me he lavado la boca y ya estoy agotad@! A
este paso, ¿cómo acabaré el día?
Si tuviéramos que pensar
todas las cosas que hacemos mediante rutinas interiorizadas, no tendríamos
tiempo de nada y acabaríamos agotados. Por eso son tan útiles las rutinas. Y
por eso tenemos “rutinas” en nuestros sentimientos y en nuestros juicios.
Nuestros padres y educadores, que en líneas generales lo hicieron
magníficamente (la prueba es que hemos llegado hasta aquí) se esforzaron para
que interiorizáramos “rutinas” que nos ayudaran a desenvolvernos en este pícaro
mundo. Salpicaron nuestra infancia de “esto está bien”, “esto está mal”,
“tienes que sentirte así”, “tienes que sentirte asá”. Muy bien. Nos ahorraron
muchísimo trabajo y nos dieron herramientas para crecer y llegar a ser
personas.
Lo que ocurre es que
tenemos tendencia a aplicar la ley del mínimo esfuerzo (que, por otra parte y
según en qué contextos, puede ser muy saludable) y aplicamos las rutinas
indiscriminadamente. En muchas ocasiones son correctas, de acuerdo, pero a
veces nos iría mejor hacer otra cosa.
Hay momentos en la vida en
que nos conviene preguntarnos qué tipo de respuestas damos, qué reacciones
tenemos, qué actitud adoptamos, qué otras posibilidades tenemos. Cuesta
hacerlo, pero el resultado es magnífico.
Es igual que la rutina de lavarse los
dientes. Cuando comencé a tener problemas dentales, mi dentista me pidió que me
lavara la boca ante él. Descubrió que mi rutina era nefasta por múltiples motivos
y me enseñó una nueva forma de hacerlo: puedo asegurarte que me sentí fatal
(¿Cómo va a enseñarme este señor a hacer algo que hago desde los tres años? ¿Qué
se habrá creído?) y que me costó mucho tiempo aprender la nueva forma y llegar
a hacerla rutinaria. Pero, gracias a esta modificación, conseguí salvar varias
piezas dentales. Ahora, la experiencia me dice que me conviene examinar
periódicamente mi forma de lavarme los dientes, por si puedo mejorarla en algo
que me favorezca.
Igual ocurre con las otras
“rutinas”. Lo que en un momento determinado me funcionó muy bien puede que
ahora me esté perjudicando o, como mínimo, es mejorable para favorecer mi
bienestar. Durante muchos años me fue muy bien gritando ante las arañas y
escondiéndome de los gitanos. Era lo que se esperaba de mí y me evitó muchos
problemas con la familia. Era lo que solemos llamar una persona “adaptada” a
las normas sociales de mi entorno.
Lo malo es si no me doy
cuenta de que respondo desde las “rutinas” en un entorno diferente, o dichas
rutinas no me ayudan a ser un poco más feliz. Ahora, una persona que grita
cuando ve una araña es un tanto histérica, además de que se lo pasa fatal;
alguien que se aparta de los gitanos es racista, además de que se lo pasa
fatal; lo que me funcionaba con mi pareja hace 15 años parece que ahora no
tiene el mismo éxito, además de que me lo paso fatal; los hijos no responden
como me gustaría, y encima me lo paso fatal; estos empleados no sé qué quieren,
me gasto un dineral y me lo paso fatal; cada vez que oigo a este político me
pongo de mal humor; estas películas transmiten mensajes desagradables; cada vez que
tengo que enfrentarme a esta situación me pongo enferm@….
¿Quién no ha tenido
diálogos internos de este estilo? Son señales de que tendría que cuestionarme cómo
“me lavo los dientes”, de qué forma rutinaria estoy reaccionando.
Voy a intentar explicarte
una nueva rutina para “lavarse los dientes”. Lógicamente, tú decides si te
interesa probarla o no, y cuándo usarla. Pero te recomiendo que, si decides
usarla, te impongas ejercicios periódicos hasta que sea una verdadera rutina.
Te
estoy diciendo que trabajes en fabricarte una nueva rutina para no tener
rutinas. Es una paradoja, lo sé, pero funciona.
Imagina que tú eres una
preciosa casa con sótano, planta baja y estudio-buhardilla. Es espaciosa,
cálida, sólida, luminosa y acogedora. Tú prácticamente sólo utilizas la planta
baja, donde tienes instalados los elementos principales necesarios para la
vida.
La casa en sí es perfecta, sólo tiene un pequeño inconveniente (ajeno a
su estructura): es imposible meter en ella nada más, porque la heredaste llena
de muebles, enseres y objetos que la ocupan por entero.
Durante muchos años la
utilizaste tal cual y te ahorraste mucho dinero y preocupaciones, pero ahora
necesitas introducir cambios porque tu vida va a tomar un nuevo rumbo (vas a
tener una nueva pareja, vas a tener hijos, deseas recibir invitados
periódicamente, te quedarás a trabajar en casa, quieres poner un hotel de
turismo rural… cualquier novedad que se te ocurra).
Así que decides mejorar
las comunicaciones entre las tres plantas, de forma que se pueda acceder
fácilmente a cualquiera de ellas y por lo tanto sea más fácil decidir qué
elementos tienen que instalarse / desaparecer en cada espacio para que resulte
habitable y acogedor.
Te pones manos a la obra.
Lo primero de todo, ensanchas y aseguras las escaleras para subir a la
buhardilla y para bajar al sótano. Ahora ya podrás moverte libremente por las
tres plantas, subiendo y bajando sin preocupaciones cuantos elementos le
convengan.
Estas nuevas escaleras son de alta tecnología, de tal forma que
cuanto más se usen más cómodas, amplias y agradables resultan. Un prodigio de
la ingeniería que revaloriza en mucho tu casa. Ocupan una parte importante del
salón principal, pero resultan útiles y decorativas. Ahora la planta principal
tiene otro aspecto, puesto que puede utilizarse como antes pero además
sugiere inmediatamente un montón de posibilidades en las otras plantas, además
de haber actualizado la estética de la casa.
Estas nuevas escaleras
representan la nueva “rutina” para fabricarse otras rutinas. (Observa cuánta
agudeza por mi parte al calificar de “alta tecnología” una rutina).
La planta principal
representa tu capacidad de pensar, tu inteligencia y tu forma de ser racional.
Es la zona de la casa en la que haces tu día a día, te sientas para meditar,
para tomar decisiones, para vivir en general; es la zona de la casa que
compartes con los invitados, cuando los hay (la parte de tu personalidad que
muestras socialmente a los conocidos y amigos). Casi siempre estás en esta
planta, ahora modificada y actualizada para poder utilizar el resto de la casa.
Aprovechando el invento de
las nuevas escaleras, decides darte una vueltecita por la buhardilla, a curiosear
un rato. En realidad, hace tanto tiempo que no has subido que ya no recuerdas
lo que hay allí, así que será una magnífica oportunidad para recordar las
andanzas infantiles.
La buhardilla alberga de todo, es un conjunto de recuerdos
de tres generaciones: desde un precioso espejo veneciano que con un pequeño
retoque puede quedar espléndido, hasta una cama desvencijada totalmente
desfasada e inútil.
Decides actualizar el
contenido de la buhardilla; después de la necesaria limpieza o restauración,
algunas piezas irán al salón principal; otras se destinarán a los dormitorios,
habrá un tercer grupo que se quedará en la buhardilla para que en ésta se pueda
vivir y, finalmente, amontonarás un conjunto de enseres destinados al centro de
reciclaje de tu población.
Naturalmente, ésta es una
labor enorme que no vas a ejecutar ahora mismo; simplemente, has tomado la
decisión sobre qué hacer con todo aquello. Poco a poco irás desempolvando,
actualizando y desechando de acuerdo con la decisión que has tomado ahora.
La buhardilla es una zona
de la casa que sólo enseñas de vez en cuando, y sólo a personas de mucha
confianza. Todos los elementos que has encontrado en la buhardilla representan
tus valores, creencias y normas que conforman tu ética o forma de posicionarte
ante la vida: te ayudan a decidir qué está bien o mal, qué conviene o no, qué
puede hacerse o no. Sólo hablas con otras personas sobre tus valores de vez en cuando,
y sólo con personas de tu confianza.
Todos los elementos que
contiene fueron importantes en el momento en que alguien los subió a la
buhardilla, de lo contrario no estarían aún ahí. Pero en estos momentos en que
las cosas no son como antes, no todos tienen el mismo valor. El elemento “cama
vieja” (que podría ser “está mal tratarse con gitanos”) es viejo y obsoleto: a
la basura con él. El elemento “espejo veneciano” (que podría ser “está bien
jugar con una niña de otro lugar”) sólo necesita una pequeña restauración (“es
bueno relacionarse con personas de otras procedencias”) para que sea
perfectamente útil en la vida actual. Y si la restauración es auténtica – no
sólo superficial, para presumir- incluso puede lucir en el salón principal (los
invitados pueden ver que estamos ante una persona con amplitud de miras).
A medida que vayas trabajando
con los elementos (quitar, adecuar, subir nuevos), la buhardilla será más y más
habitable, más y más útil. Pero esta pieza de la casa siempre tendrá una
característica única: aquí se guardarán los enseres más preciados que no se
utilicen cada día pero que son imprescindibles para fortalecer tu identidad: lo
verdaderamente importante no lo bajarás al salón, a la vista de todos los
visitantes, del mismo modo que no haces gala de los principios éticos que te
ayudan a navegar por la vida.
Es decir, tienes en la buhardilla un conjunto de
elementos “intocables” (no se puede matar, hay que ayudar a una persona
desvalida, hay que tener una higiene mínima imprescindible, etc.) y otros que
se pueden ir cambiando en función del momento vital en que te encuentres (los
primeros patines que te regalaron están muy bien y los conservarás mientras no
necesites el sitio que ocupan para otra cosa más actual y necesaria; creer que
haber nacido en el lugar X es lo mejor del mundo está muy bien y puedes
conservarlo mientras no choque con una realidad que te indique otra cosa y te
provoque tensiones).
Ahora que ya tienes
claro qué harás con tu buhardilla, decides cotillear un rato en el sótano.
(Está muy bien, todos cotilleamos; la curiosidad es un signo de inteligencia).
Utilizas tus maravillosas escaleras de última tecnología y apareces en una
estancia grande y oscura. ¡Oh sorpresa! Después de tanto tiempo de no
visitarlo, el sótano se ha convertido en la guarida de un montón de animales
que campan a sus anchas. Ves ratones,
ratas, culebras, perros, gatos, palomas, zorros, pulgas, lechuzas, cerdos… (si eres
biólog@, ahora mismo estás pensando en que estoy loca porque es imposible que
convivan tales especies, pero sólo estamos jugando). Un enorme zoo, pero
salvaje.
Como eres una persona
civilizada reprimes tus deseos de bombardear el sótano y, tal como hiciste
antes en la buhardilla, decides poner al día el “censo” de animales: cuáles
tienen que irse, cuáles pueden quedarse y qué normas de convivencia tienen que
aceptar para seguir viviendo en el sótano.
De paso, decides abrir alguna
ventana en la pared principal para que la estancia se ventile y resulte más
higiénica.
Seguramente expulsarás a
ratas, ratones, culebras y pulgas (Como ya has estado en la buhardilla, tienes
claro qué animales “están bien” para convivir y cuáles no). Pero han vivido
mucho tiempo cómodamente y no están dispuestos a marcharse así como así, por lo
que tendrás que proponerles un plan de evacuación que llevará cierto tiempo.
Respecto a los animales que
pueden quedarse, tienes claro que necesitarán una especie de código de
convivencia para evitar complicaciones. Tú establecerás, por ejemplo, cuándo
puede salir cada uno a buscarse la pitanza, y otras normas básicas (menos mal
que tenemos la buhardilla bien amueblada).
Los animales son los
sentimientos. En realidad no hay ningún animal malo, porque todos tienen su
papel en la naturaleza. Pero nosotros también somos animales, lo que significa
que no podemos convivir con cualquier tipo de animal. Y como tenemos que
elegir, elegimos convivir con aquéllos animales que de una u otra forma nos
hagan más agradable la vida.
Podemos elegir qué
sentimientos son “malos” para nosotros: envidia, ira, frustración, miedo, etc.;
y qué sentimientos son “buenos”: alegría, placer, esperanza, amor, etc. Y
montar seguidamente un plan de evacuación / adecuación. Este plan puede ser
útil para una buena temporada, para varios años incluso: si decido adecuar la
casa para turismo rural me irá muy bien que los clientes puedan ver lechuzas;
si la destino a lugar de trabajo, prefiero que se queden los perros.
El plan de evacuación y
adecuación te llevará bastante tiempo en su diseño, y más todavía en su
implantación: Puedes decidir de forma relativamente sencilla que no quieres
sentir frustración si tu jefe te ningunea, pero te llevará más tiempo poner
en práctica el plan para superar estas situaciones.
La puesta al día de la
buhardilla y del sótano se lleva a cabo desde la planta principal; es tu
inteligencia la que te va dictando qué valores utilizar, qué sentimientos
conservar y cómo gestionarlos.
A propósito, la ventana
que vas a abrir en el sótano es la decisión de mostrar los sentimientos de vez
en cuando; no pasa nada porque los demás vean que estamos contentos, enfadados
o melancólicos. Ojo, el diseño de la ventana lo has decidido tú en tu salón
principal: no puede ser cualquier tipo de ventana. No puedes permitirte que los
sentimientos salgan de cualquier forma en cualquier momento con cualquier
persona: salir sí, pero en el momento adecuado y de la forma adecuada. Más
fácil de decir que de hacer, ya lo sé.
Y ésta es la rutina, no
tiene más secretos: repasar periódicamente qué tenemos en la buhardilla, qué
tenemos en el sótano y estudiar cómo obtener de todo ello el mejor provecho.
Practicar, practicar y practicar. Piensa que cuentas con todos los medios para
ser un poco más feliz; sólo tienes que utilizarlos adecuadamente.
El otro día leía que la búsqueda de la felicidad es lo que nos lleva a la completa infelicidad pues entendemos el término como un valor absoluto, y mientras buscamos perdemos los acontecimientos diarios que nos hacen felices: la llegada de una postal, un café con el periódico, un paseo frente al mar, una llamada o un encuentro.... Si además somos capaces de quitarnos las "rutinas" que nos condicionan, esas creencias limitantes que no nos dejan avanzar, todo listo.
ResponderEliminarY hablando de creencias limtantes y de los condicionantes de nuestra infancia, las emociones aprendidas, leo hoy en el BOE que en la asignatura de religión, hablando de que "Dios" es el creador y quiere nuestra felicidad, dentro de los criterios de evaluación el niño o niña que haga esta asignatura debe "Reconocer la incapacidad de la persona para alcanzar por sí mismo la Felicidad" (literalmente) Así que si no quieres sopa, toma dos platos....
En fin, sigamos adelante plantando pequeñas semillas como las que tu plantas con tus post y contagiemos al mundo de los detalles felices. Feliz día Edita!
Si no fuera porque se puede malinterpretar en este contexto, diría "¡Dios mío!" ¿Todavía estamos así?
EliminarMenos mal que tenemos muchas personas como tú, empeñadas en ser cada vez un poco mejores y más generosas con los demás...
Te agradezco mucho tu tiempo y tu atención, Sònia
Cuanto más buscas las cosas menos las encuentras, así que, os propongo que hagamos un alto en esa búsqueda exhaustiva de la felicidad y dejémonos fluir... y disfrutar.
ResponderEliminarFeliz día Edita, un abrazo. Tu post también hace felices a los que lo leen.
Y tu comentario me hace feliz a mí, Alicia. Muchísimas gracias por leerlo, por comentar, por estar ahí, siempre cálida y generosa...
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBuenas noches, Edita. Tengo que darte un millón de gracias!!!! Y dirás ¿porqué?. Mi madre ingresó la semana pasada en el hospital, por enésima vez desde este verano. A sus problemas de corazón y respiratorios se le añadió una profunda depresión por no ver salida a su enfermedad. Gracias a los médicos y a nuestras continuas muestras de apoyo fue mejorando pero hubo un claro punto de inflexión en su mejoría: le llevé tu artículo "quiero ser feliz". No te diré nada más porque no encontraría las palabras de agradecimiento. Vuelve a tener proyectos. a sus 81 años!!! Así que, gracias, gracias y un millón de gracias. Hoy le han dado el alta
ResponderEliminarEstoy llorando, Ana, me has hecho muy feliz. Sabes que me alegro enormemente por tu madre y por ti, y saber que algo que he hecho ha servido a alguien me ensancha el corazón. Gracias por decírmelo.
EliminarEdita, das unas respuestas tan estupendas a todos y cada uno de tus seguidores, que no me extraña que te adoren. Eres generosa y sobre todo Magnánima (Alma Grande).
ResponderEliminarGracias !
Marta Gómez
Muchas gracias, Marta, tus palabras son una caricia. Supongo que sabes que las personas ven fuera lo que tienen en su interior, ¿verdad?
EliminarUn abrazote
Excelente lectura, Edita Olaizola. Me ha encantado el contenido y la forma de comunicarlo. ¡Muchas gracias por compartirlo!. Buen fin de semana.
ResponderEliminarMuy agradecida, María del Pilar, por tu tiempo y tu interés. Un abrazo :)
EliminarEdita, como siempre me ha encantado tu escrito y tienes toda la razon. Un abrazo
ResponderEliminarMuy agradecida, amable desconocid@ :)
EliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarMe gustaría ser feliz pero no me dejan..
ResponderEliminar"Nos convertimos en lo que pensamos", decía Earl Nightingale, Marco Antonio. A veces no nos damos cuenta de la cantidad de herramientas que tenemos a nuestro alcance, ánimo :)
EliminarEdita, hablas de la felicidad y desde luego la felicidad es personal. Cada uno busca y a veces encuentra su tipo de felicidad que por supuesto es diferente a la de otros y, como tú bien dices no necesitamos a esos maestros que nos dan fórmulas para encontrar nuestra propia felicidad. Ellos nos enseñan la suya, pero es la suya, no la nuestra.
ResponderEliminarCuidado con la ventana que abras para el sótano o sentimientos, quizás sea mejor un pequeño agujero, porque los sentimientos expuestos pueden ser utilizados incluso por tus más afines.
Me ha gustado mucho tu escrito y te diría que es de lectura obligada.
Agradezco mucho tu interés y su opinión, que me importa. Gracias, amigo mío :)
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