11 de junio de 2020

Tenemos que bajarnos los humos

Ahora que ¡por fin! estamos entendiendo que nuestra soberbia y nuestra ambición como especie nos ha llevado a un punto de casi no retorno respecto al futuro de nuestro planeta, parece que poco a poco está calando la idea de que, lejos de ser los reyes de la  creación, solo somos un bicho más dentro del gran engranaje que llamamos vida.

Dicen que más vale tarde que nunca, así que alegrémonos de que comencemos esta transición desde el más arraigado antropocentrismo hacia una "nueva" cosmovisión que nos ayude a ponernos en nuestro sitio.  Porque reconocer las limitaciones propias y las características de los demás seres con quienes compartimos hogar es un excelente punto de partida para revertir la emergencia climática que difícilmente se logrará solo con las miopes medidas que están adoptando nuestros políticos.  De hecho, en esencia no se trata de tomar medidas (aunque es cierto que ayudan), sino de cambiar nuestra visión respecto a los recursos naturales y a la vida en general.

Es evidente que tenemos datos de sobra para que se nos bajen los humos: sabemos que nuestro genoma consta de unos 30.000 genes, (solo un 50% más que un  gusano), y también sabemos que compartimos con el chimpancé el 96%, 90% con el gato doméstico, 85% con el ratón, 84% con el perro, 69% con el ornitorrinco, 65% con el pollo… y 60% con el plátano, sin ir más lejos.

Diversos científicos han llegado a la conclusión de que la vida no es ese precioso y cuadriculado árbol con ramas matemáticamente dispuestas para representar los linajes, sino más bien una especie de enredadera que entrecruza y superpone sus ramas.  Ello ayuda a comprender mejor que tenemos un antepasado común con los árboles, y con numerosos animales muy diferentes entre sí.

Si aceptamos este planteamiento podemos empezar a ver la vida desde otro ángulo, lo que nos puede predisponer a aprender de la naturaleza.

A modo de ejemplo, incluyo un párrafo de "La vida secreta de los árboles" (Wohlleben  2016, p. 22): 

En un bosque de hayas, los árboles igualan sus debilidades y sus fuerzas; sin importar si son gruesos o delgados, todos los ejemplares producen la misma cantidad de azúcares en cada hoja con ayuda de la luz.  La igualdad se produce bajo tierra a través de las raíces mediante un intercambio activo en el
que entran en juego hongos que con su gigantesca estructura en forma de red actúan como una enorme máquina de distribución. Ello recuerda un poco al sistema de ayuda social, el cual impide que los miembros más desfavorecidos de la sociedad se hundan demasiado.  Para las hayas la densidad no es un problema, sino todo lo contrario. 

Joaquín Araújo  estaría de acuerdo con Wohlleben, porque él mismo ha dicho: La arboleda en realidad resulta indistinguible de nuestros primeros pasos, de nosotros mismos. De ahí que nada palidezca, sino todo lo contrario, si afirmamos que somos como somos porque una vez, no hace tanto tiempo, fuimos bosque. Reconozcamos, como nos enseñan los antropólogos, que la mayor parte de nuestro aspecto es el resultado de una convivencia,  de algo más de 10 millones de años. Nada de irreal tiene el afirmar que los primeros borbotones de la inteligencia, la comunicación verbal, los sistemas sociales y la habilidad manual, nacieron entre troncos, sombras y espesuras. Hasta el punto de que pocas cosas hemos hecho tan decisivas como “andarnos por las ramas”. Nuestros primos, los grandes primates, están todavía ahí para recordárnoslo.

Esta es solo una de las diversas posibilidades de mirar para aprender, porque, como nos recuerda Rifkin en su último libro El green new deal global, lo que aprendemos del cambio climático es que todo lo que hacemos afecta al funcionamiento de todo lo demás en la Tierra y tiene consecuencias para el bienestar de todas las criaturas con las que cohabitamos en el planeta.

Aprender a vivir en lugar de dominar es lo que nos lleva del dominio a la protección y del desapego antropocéntrico a la profunda colaboración con la Tierra viviente.

Muchas formas diferentes de aprender mirando a la naturaleza. Y muchas aplicaciones prácticas de esos aprendizajes, en nuestra vida particular, en los colegios, las empresas y otras instituciones, la política…

Las hayas intercambiando azúcar a través de sus raíces mediante la colaboración de los hongos se nos muestran como un ecosistema eficiente que puede inspirarnos para aplicar la idea en nuestro mundo empresarial; por ejemplo, en el sector comercio.

Somos conscientes de que cada vez es más difícil encontrar "comercios de toda la vida" en el entorno urbano. Han sido desplazados por unas cuantas multinacionales que ahogan los pequeños negocios, estandarizan el aspecto de las ciudades,  solo ofrecen productos muy rentables para ellas, dejan desiertos barrios enteros, entierran la cultura y tradiciones locales…. además de favorecer la compra de productos con gran huella ecológica en sus diferentes fases de producción, distribución y venta.

Si fuéramos capaces de mirar el tejido comercial de una ciudad como si fuera un hayedo es posible que encontráramos soluciones más respetuosas con el negocio local y con el planeta:  una asociación de intercambios de diversa índole favorecidos y apoyados por un sustrato común a modo de hongos, que favoreciera la salud y supervivencia de cada una de las "hayas": una asociación de comerciantes más allá de las típicas asociaciones, porque en este caso hablamos de compartir en función de las características de cada una; por supuesto que no se pueden hacer recomendaciones generales porque cada comercio, como cada árbol, tiene sus propias características;  pero poner en común las experiencias y conocimientos de cada comercio con espíritu de servicio a los demás y filosofía ganar - ganar  y compartir podría ser una excelente manera de fomentar esa capa invisible de hongos que favorecen los intercambios y la vida del ecosistema entero.

Tenemos capacidad suficiente para hacerlo con éxito, solo hemos de cambiar el enfoque y basarnos en la moral.  Tal como apunta Bekoff,  los científicos señalan que en realidad la moral tiene profundas raíces evolutivas anteriores en millones de años a la aparición de la humanidad: todos los animales sociales, como lobos, delfines y monos, poseen códigos éticos, adaptados por la evolución para promover la cooperación del grupo.

Plantearnos esta nueva visión global tiene también ventajas para las personas implicadas: la satisfacción personal que se logra cuando se tiene la certidumbre de que se está haciendo lo mejor posible para sí, los demás y el planeta incrementa la autoestima y la sensación frecuente de felicidad. Y ello genera una espiral virtuosa que consigue al fin mejorar la sociedad.

Si pudiéramos avanzar por este camino se podría demostrar que aplicamos con éxito esa preciosa frase de Gomá Lanzón que reza: Compórtate de tal manera que tu muerte sea escandalosamente injusta.