6 de octubre de 2015

Quiero ser feliz


Normalmente no precisamos demasiado cuando nos referimos a la felicidad. “Quiero ser feliz” es algo que nos decimos a nosotros mismos sin detenernos demasiado en el alcance del término.

Vivimos en una sociedad que parece obligarnos a ser felices; nos bombardean los diarios, las televisiones, las películas, los religiosos, los políticos… Todo el mundo quiere “ayudarnos” a que seamos felices. Y el problema reside en que son los demás los que se empeñan en escoger qué necesitamos nosotros para ser felices: desde unas determinadas creencias a una determinada marca de sopa.

¿No será que hemos de elegir según nuestro propio criterio? Parece claro que es así. En efecto, todos llegamos a un momento en el que nos decimos: “basta de escuchar a los demás. A partir de ahora, seré yo quien decida sobre lo que es realmente importante para mi felicidad”.

¿Seguro? Veamos.

Cuando yo era una niña pequeña acostumbraba a jugar en el jardín de la abuela, bajo una gran mata de hortensias. Un día en que estaba concentrada en mis cosas, apareció mi madre, me miró horrorizada, me sacó del escondite a tirones y me llevó medio a rastras a casa de la vecina, todo ello en medio de alaridos de terror. La vecina me miró, se puso lívida, se quitó una alpargata… y me atizó en la cabeza con entusiasmo, subrayando el acto con unos poderosos gritos perfectamente entonados con los de mi madre.

Después me explicaron que yo tenía una araña paseándose por mi melena. ¿No hubiera sido más fácil hacer una presentación normal, del tipo: “Aquí, una araña; aquí, una niña; mucho gusto”?

No hace falta pensar mucho para saber cómo he estado yo reaccionando ante una araña, durante años y años. Naturalmente, yo sentía miedo. Y gritaba y gritaba cada vez que veía una araña, hasta que acudía alguien a eliminar al pobre animalillo. 

Es un caso (bastante típico, por otra parte) de emoción negativa aprendida. Sin darse cuenta de ello, mi madre me hizo una magnífica demostración de qué se tenía que sentir ante la presencia de una araña. Puedo asegurarte que la combinación de gritos, caras de miedo y alpargatazos es una forma estupenda de grabar a fuego una emoción negativa en una criatura.

Por aquella época conocí a una niña que acababa de llegar de los campos castellanos. Aquella niña se alborozaba cada vez que divisaba nubarrones en el horizonte. Desde muy pequeñita había presenciado cómo celebraban sus padres la tan deseada lluvia para los sedientos campos. En este caso, era una emoción positiva, una emoción positiva aprendida. Pero ella no sentía ningún tipo de emoción ante una araña, ni yo ante un nubarrón. Es más, cada una de nosotras encontrábamos extrañísimas las reacciones de la otra.

Mi madre no tenía inconveniente en que yo jugara con esa niña, pero, en cambio, me había prohibido terminantemente hablar con Rosa, una gitanilla que correteaba por el barrio de vez en cuando. Y mi madre debía de tener razón – pensaba yo -, porque cada vez que alguien llamaba a nuestra puerta ella miraba por la mirilla y, en tratándose de una persona gitana, no sólo no abría la puerta, sino que la atrancaba con una pesada silla de madera que estaba por la casa desde tiempos inmemoriales. Ya se sabe, me recalcaba, los gitanos, cuanto más lejos, mejor; nunca te fíes de ellos ni les permitas ningún tipo de aproximaciones. 

Y yo lo entendía perfectamente, porque ya se sabe que todo lo que desaparece del pueblo lo roban los gitanos, e incluso roban niños; me lo habían repetido amigos, parientes, vecinos y conocidos. Así que yo tenía mucho cuidado en cambiar de acera y utilizar otras tretas cada vez que encontraba a alguien “así” por la calle.

La aversión a los gitanos también la aprendí de pequeña, pero en este caso no se trata de una emoción, sino de un prejuicio. Un pre-juicio es un juicio previo, es decir, un juicio que nos hemos formado antes de que ocurran los acontecimientos que hemos de juzgar.

Un prejuicio no es necesariamente malo, como solemos imaginar. Por ejemplo, el prejuicio de que una votación ganada por mayoría es buena para tomar decisiones que afectan a todos los votantes es un buen prejuicio, puesto que facilita la elaboración de leyes y su cumplimiento sin necesidad de utilizar métodos coercitivos.

En términos generales, podríamos decir que lo que tienen en común las emociones y los prejuicios es que son aprendidos. Cuando aprendemos una cosa, la interiorizamos y nos sirve para automatizar nuestras respuestas. Esto es muy positivo, porque nos ahorra tiempo y energías ante numerosas situaciones.

Imagina que debes pensar paso por paso todo lo que tienes que hacer por la
mañana para lavarte los dientes: tienes que coger el dentífrico con la mano no dominante, sujetarlo, abrir el tapón con la mano dominante, dejar el tapón encima de la repisa, coger el cepillo con la mano dominante, aplicar el dentífrico al cepillo, cambiar el cepillo de mano para cerrar el dentífrico y dejarlo en su lugar, volver a coger el cepillo con la mano dominante, abrir la boca, introducir el cepillo, apoyarlo contra la dentadura, etc., etc., etc.

Pensarás con toda la razón del mundo: ¡Qué horror, ni siquiera me he lavado la boca y ya estoy agotad@! A este paso, ¿cómo acabaré el día?

Si tuviéramos que pensar todas las cosas que hacemos mediante rutinas interiorizadas, no tendríamos tiempo de nada y acabaríamos agotados. Por eso son tan útiles las rutinas. Y por eso tenemos “rutinas” en nuestros sentimientos y en nuestros juicios. Nuestros padres y educadores, que en líneas generales lo hicieron magníficamente (la prueba es que hemos llegado hasta aquí) se esforzaron para que interiorizáramos “rutinas” que nos ayudaran a desenvolvernos en este pícaro mundo. Salpicaron nuestra infancia de “esto está bien”, “esto está mal”, “tienes que sentirte así”, “tienes que sentirte asá”. Muy bien. Nos ahorraron muchísimo trabajo y nos dieron herramientas para crecer y llegar a ser personas.

Lo que ocurre es que tenemos tendencia a aplicar la ley del mínimo esfuerzo (que, por otra parte y según en qué contextos, puede ser muy saludable) y aplicamos las rutinas indiscriminadamente. En muchas ocasiones son correctas, de acuerdo, pero a veces nos iría mejor hacer otra cosa.

Hay momentos en la vida en que nos conviene preguntarnos qué tipo de respuestas damos, qué reacciones tenemos, qué actitud adoptamos, qué otras posibilidades tenemos. Cuesta hacerlo, pero el resultado es magnífico. 

Es igual que la rutina de lavarse los dientes. Cuando comencé a tener problemas dentales, mi dentista me pidió que me lavara la boca ante él. Descubrió que mi rutina era nefasta por múltiples motivos y me enseñó una nueva forma de hacerlo: puedo asegurarte que me sentí fatal (¿Cómo va a enseñarme este señor a hacer algo que hago desde los tres años? ¿Qué se habrá creído?) y que me costó mucho tiempo aprender la nueva forma y llegar a hacerla rutinaria. Pero, gracias a esta modificación, conseguí salvar varias piezas dentales. Ahora, la experiencia me dice que me conviene examinar periódicamente mi forma de lavarme los dientes, por si puedo mejorarla en algo que me favorezca.

Igual ocurre con las otras “rutinas”. Lo que en un momento determinado me funcionó muy bien puede que ahora me esté perjudicando o, como mínimo, es mejorable para favorecer mi bienestar. Durante muchos años me fue muy bien gritando ante las arañas y escondiéndome de los gitanos. Era lo que se esperaba de mí y me evitó muchos problemas con la familia. Era lo que solemos llamar una persona “adaptada” a las normas sociales de mi entorno.

Lo malo es si no me doy cuenta de que respondo desde las “rutinas” en un entorno diferente, o dichas rutinas no me ayudan a ser un poco más feliz. Ahora, una persona que grita cuando ve una araña es un tanto histérica, además de que se lo pasa fatal; alguien que se aparta de los gitanos es racista, además de que se lo pasa fatal; lo que me funcionaba con mi pareja hace 15 años parece que ahora no tiene el mismo éxito, además de que me lo paso fatal; los hijos no responden como me gustaría, y encima me lo paso fatal; estos empleados no sé qué quieren, me gasto un dineral y me lo paso fatal; cada vez que oigo a este político me pongo de mal humor; estas películas transmiten mensajes desagradables; cada vez que tengo que enfrentarme a esta situación me pongo enferm@….

¿Quién no ha tenido diálogos internos de este estilo? Son señales de que tendría que cuestionarme cómo “me lavo los dientes”, de qué forma rutinaria estoy reaccionando.

Voy a intentar explicarte una nueva rutina para “lavarse los dientes”. Lógicamente, tú decides si te interesa probarla o no, y cuándo usarla. Pero te recomiendo que, si decides usarla, te impongas ejercicios periódicos hasta que sea una verdadera rutina. 

Te estoy diciendo que trabajes en fabricarte una nueva rutina para no tener rutinas. Es una paradoja, lo sé, pero funciona.

Imagina que tú eres una preciosa casa con sótano, planta baja y estudio-buhardilla. Es espaciosa, cálida, sólida, luminosa y acogedora. Tú prácticamente sólo utilizas la planta baja, donde tienes instalados los elementos principales necesarios para la vida. 

La casa en sí es perfecta, sólo tiene un pequeño inconveniente (ajeno a su estructura): es imposible meter en ella nada más, porque la heredaste llena de muebles, enseres y objetos que la ocupan por entero. 

Durante muchos años la utilizaste tal cual y te ahorraste mucho dinero y preocupaciones, pero ahora necesitas introducir cambios porque tu vida va a tomar un nuevo rumbo (vas a tener una nueva pareja, vas a tener hijos, deseas recibir invitados periódicamente, te quedarás a trabajar en casa, quieres poner un hotel de turismo rural… cualquier novedad que se te ocurra).

Así que decides mejorar las comunicaciones entre las tres plantas, de forma que se pueda acceder fácilmente a cualquiera de ellas y por lo tanto sea más fácil decidir qué elementos tienen que instalarse / desaparecer en cada espacio para que resulte habitable y acogedor.

Te pones manos a la obra. Lo primero de todo, ensanchas y aseguras las escaleras para subir a la buhardilla y para bajar al sótano. Ahora ya podrás moverte libremente por las tres plantas, subiendo y bajando sin preocupaciones cuantos elementos le convengan. 

Estas nuevas escaleras son de alta tecnología, de tal forma que cuanto más se usen más cómodas, amplias y agradables resultan. Un prodigio de la ingeniería que revaloriza en mucho tu casa. Ocupan una parte importante del salón principal, pero resultan útiles y decorativas. Ahora la planta principal tiene otro aspecto, puesto que puede utilizarse como antes pero además sugiere inmediatamente un montón de posibilidades en las otras plantas, además de haber actualizado la estética de la casa.

Estas nuevas escaleras representan la nueva “rutina” para fabricarse otras rutinas. (Observa cuánta agudeza por mi parte al calificar de “alta tecnología” una rutina).

La planta principal representa tu capacidad de pensar, tu inteligencia y tu forma de ser racional. Es la zona de la casa en la que haces tu día a día, te sientas para meditar, para tomar decisiones, para vivir en general; es la zona de la casa que compartes con los invitados, cuando los hay (la parte de tu personalidad que muestras socialmente a los conocidos y amigos). Casi siempre estás en esta planta, ahora modificada y actualizada para poder utilizar el resto de la casa.

Aprovechando el invento de las nuevas escaleras, decides darte una vueltecita por la buhardilla, a curiosear un rato. En realidad, hace tanto tiempo que no has subido que ya no recuerdas lo que hay allí, así que será una magnífica oportunidad para recordar las andanzas infantiles. 

La buhardilla alberga de todo, es un conjunto de recuerdos de tres generaciones: desde un precioso espejo veneciano que con un pequeño retoque puede quedar espléndido, hasta una cama desvencijada totalmente desfasada e inútil.

Decides actualizar el contenido de la buhardilla; después de la necesaria limpieza o restauración, algunas piezas irán al salón principal; otras se destinarán a los dormitorios, habrá un tercer grupo que se quedará en la buhardilla para que en ésta se pueda vivir y, finalmente, amontonarás un conjunto de enseres destinados al centro de reciclaje de tu población.

Naturalmente, ésta es una labor enorme que no vas a ejecutar ahora mismo; simplemente, has tomado la decisión sobre qué hacer con todo aquello. Poco a poco irás desempolvando, actualizando y desechando de acuerdo con la decisión que has tomado ahora.

La buhardilla es una zona de la casa que sólo enseñas de vez en cuando, y sólo a personas de mucha confianza. Todos los elementos que has encontrado en la buhardilla representan tus valores, creencias y normas que conforman tu ética o forma de posicionarte ante la vida: te ayudan a decidir qué está bien o mal, qué conviene o no, qué puede hacerse o no. Sólo hablas con otras personas sobre tus valores de vez en cuando, y sólo con personas de tu confianza.

Todos los elementos que contiene fueron importantes en el momento en que alguien los subió a la buhardilla, de lo contrario no estarían aún ahí. Pero en estos momentos en que las cosas no son como antes, no todos tienen el mismo valor. El elemento “cama vieja” (que podría ser “está mal tratarse con gitanos”) es viejo y obsoleto: a la basura con él. El elemento “espejo veneciano” (que podría ser “está bien jugar con una niña de otro lugar”) sólo necesita una pequeña restauración (“es bueno relacionarse con personas de otras procedencias”) para que sea perfectamente útil en la vida actual. Y si la restauración es auténtica – no sólo superficial, para presumir- incluso puede lucir en el salón principal (los invitados pueden ver que estamos ante una persona con amplitud de miras).

A medida que vayas trabajando con los elementos (quitar, adecuar, subir nuevos), la buhardilla será más y más habitable, más y más útil. Pero esta pieza de la casa siempre tendrá una característica única: aquí se guardarán los enseres más preciados que no se utilicen cada día pero que son imprescindibles para fortalecer tu identidad: lo verdaderamente importante no lo bajarás al salón, a la vista de todos los visitantes, del mismo modo que no haces gala de los principios éticos que te ayudan a navegar por la vida. 

Es decir, tienes en la buhardilla un conjunto de elementos “intocables” (no se puede matar, hay que ayudar a una persona desvalida, hay que tener una higiene mínima imprescindible, etc.) y otros que se pueden ir cambiando en función del momento vital en que te encuentres (los primeros patines que te regalaron están muy bien y los conservarás mientras no necesites el sitio que ocupan para otra cosa más actual y necesaria; creer que haber nacido en el lugar X es lo mejor del mundo está muy bien y puedes conservarlo mientras no choque con una realidad que te indique otra cosa y te provoque tensiones).

Ahora que ya tienes claro qué harás con tu buhardilla, decides cotillear un rato en el sótano. (Está muy bien, todos cotilleamos; la curiosidad es un signo de inteligencia). 

Utilizas tus maravillosas escaleras de última tecnología y apareces en una estancia grande y oscura. ¡Oh sorpresa! Después de tanto tiempo de no visitarlo, el sótano se ha convertido en la guarida de un montón de animales que campan a sus anchas. Ves  ratones, ratas, culebras, perros, gatos, palomas, zorros, pulgas, lechuzas, cerdos… (si eres biólog@, ahora mismo estás pensando en que estoy loca porque es imposible que convivan tales especies, pero sólo estamos jugando). Un enorme zoo, pero salvaje.

Como eres una persona civilizada reprimes tus deseos de bombardear el sótano y, tal como hiciste antes en la buhardilla, decides poner al día el “censo” de animales: cuáles tienen que irse, cuáles pueden quedarse y qué normas de convivencia tienen que aceptar para seguir viviendo en el sótano. 

De paso, decides abrir alguna ventana en la pared principal para que la estancia se ventile y resulte más higiénica.

Seguramente expulsarás a ratas, ratones, culebras y pulgas (Como ya has estado en la buhardilla, tienes claro qué animales “están bien” para convivir y cuáles no). Pero han vivido mucho tiempo cómodamente y no están dispuestos a marcharse así como así, por lo que tendrás que proponerles un plan de evacuación que llevará cierto tiempo.

Respecto a los animales que pueden quedarse, tienes claro que necesitarán una especie de código de convivencia para evitar complicaciones. Tú establecerás, por ejemplo, cuándo puede salir cada uno a buscarse la pitanza, y otras normas básicas (menos mal que tenemos la buhardilla bien amueblada).

Los animales son los sentimientos. En realidad no hay ningún animal malo, porque todos tienen su papel en la naturaleza. Pero nosotros también somos animales, lo que significa que no podemos convivir con cualquier tipo de animal. Y como tenemos que elegir, elegimos convivir con aquéllos animales que de una u otra forma nos hagan más agradable la vida.

Podemos elegir qué sentimientos son “malos” para nosotros: envidia, ira, frustración, miedo, etc.; y qué sentimientos son “buenos”: alegría, placer, esperanza, amor, etc. Y montar seguidamente un plan de evacuación / adecuación. Este plan puede ser útil para una buena temporada, para varios años incluso: si decido adecuar la casa para turismo rural me irá muy bien que los clientes puedan ver lechuzas; si la destino a lugar de trabajo, prefiero que se queden los perros.

El plan de evacuación y adecuación te llevará bastante tiempo en su diseño, y más todavía en su implantación:  Puedes decidir de forma relativamente sencilla que no quieres sentir frustración si tu jefe te ningunea, pero te llevará más tiempo poner en práctica el plan para superar estas situaciones.

La puesta al día de la buhardilla y del sótano se lleva a cabo desde la planta principal; es tu inteligencia la que te va dictando qué valores utilizar, qué sentimientos conservar y cómo gestionarlos.

A propósito, la ventana que vas a abrir en el sótano es la decisión de mostrar los sentimientos de vez en cuando; no pasa nada porque los demás vean que estamos contentos, enfadados o melancólicos. Ojo, el diseño de la ventana lo has decidido tú en tu salón principal: no puede ser cualquier tipo de ventana. No puedes permitirte que los sentimientos salgan de cualquier forma en cualquier momento con cualquier persona: salir sí, pero en el momento adecuado y de la forma adecuada. Más fácil de decir que de hacer, ya lo sé.

Y ésta es la rutina, no tiene más secretos: repasar periódicamente qué tenemos en la buhardilla, qué tenemos en el sótano y estudiar cómo obtener de todo ello el mejor provecho. Practicar, practicar y practicar. Piensa que cuentas con todos los medios para ser un poco más feliz; sólo tienes que utilizarlos adecuadamente.